Reflexiones de una desertora
Por: Ivonne Ariana Ojeda Ramírez
Recuerdo que, no hace mucho tiempo atrás, me encontraba en unas de las bibliotecas de la universidad preguntándome por el valor de la educación mientras debía de estar asistiendo a mi clase de ciencias sociales. Ese año opté varias veces por entrar a las bibliotecas y leer cualquier libro de mi preferencia en vez de asistir a los salones de clase. Era obvia mi incomodidad. Ni siquiera disfrutaba de abandonar mi currículo hablando con los demás universitarios o universitarias que empleaban su tiempo libre fumando en los "gazebos". Había algo en la universidad, en su entorno, en su estructura curricular que me deprimía. Poco después comprendí que en realidad se trataba de una profunda decepción. Por consecuencia tomé la decisión de abandonar la universidad y experimentar el conocimiento a mi antojo. No me arrepiento, he aprendido mucho. Sin embargo, aun sigo experimentando la misma incomodidad con la universidad, con mi experiencia intermedia, superior y elemental. Me incomoda porque reconozco la importancia de la educación, su valor, su fortaleza y me resulta decepcionante ver como el ser humano desperdicia esta capacidad tan ordinariamente. Actualmente me encuentro en un punto crucial dentro de mi proceso educativo. Siento que la experiencia me ha enseñado mucho y por consecuencia ha generado una cantidad inquietante de preocupaciones que me rehúso a ignorar. La pregunta que se me arrima con ligera incertidumbre es: ¿qué hacer con lo que se aprende? Pues... crear. Por eso me encuentro con la necesidad de crear la posibilidad de que la incomodidad que me impacienta con respecto a la educación de mi país desaparezca. Y, ¿cuál es esa incomodidad? Permítanme contarles...
Cuando decidí abandonar la universidad tenía mis argumentos muy claros, no renunciaba a ella por vagancia o desespero. Claro que al pasar el tiempo y con él las experiencias muchos de ellos se innovaron, y hasta el día de hoy lo siguen haciendo. Pero en aquel momento tenía suficiente razonamiento entre las manos como para partir segura y decidida de que encontraría vías alternas a la universidad para mi formación. Estaba determinada a defender mi proceso ante cualquier acusación y exponer al mundo, o a quien se interesara, las contradicciones del sistema educativo de nuestro país. No debió sorprenderme, pero lo hizo el hecho de que sin buscar demasiado había encontrado una manera ordinaria de desarrollar mis ideas: conversar. Ya que asistir a la universidad no era una de mis responsabilidades conseguí un trabajo. Es impresionante la cantidad de gente que uno conoce en el oficio de cajera, claro, si se está dispuesto a conversar. Comencé a dejar fluir la iniciativa de compartir mis ideas espontáneamente en todos los entornos laborales en los que me encontré trabajando durante unos tres años. Era la dinámica perfecta para recoger la mayor cantidad de opiniones posibles y generar una teoría sobre lo que, en conjunto, nos incomodaba a mí y a mis conversadores, puesto que en los establecimientos de comida existe una fluidez tan diversa de personas entrando y saliendo, que los hacen centros de información ideales para cualquier investigación social. En espacios así descubrí que se me hacía muy natural comentarle a gente desconocida mis tesis sociales cuando escuchaba algún comentario en la fila a pagar como “esta generación de muchachitos está jodía”. Descubrí, también, que hay muchas personas que no están acostumbradas a profundizar, pero que si se les da lata se encuentran, de repente, en toda la disposición de hacerlo, aun si se les está acabando el break de almuerzo. Entonces, me entusiasmé con la idea. Cada persona era un libro único con múltiples respuestas.
Dentro de todos los temas de conversación que puedo recordar el de la educación era uno de los más controversiales cuando les exponía mi realidad a la gente que se preguntaba por qué me encontraban trabajando tantos días de la semana. “No, por ahora no estoy estudiando en la universidad.” (Siempre dejaba claro que no estudiaba específicamente en la universidad y varias veces, para reforzar esa última parte de la oración, añadía “pero estoy estudiando ahora mismo contigo”. Hubo unos cuantos que interpretaron que lo que les decía era un chiste y yo me reía con ellos.) “Pero… ¿y por qué no estás estudiando? Tu eres bien jovencita, aprovecha tu tiempo.” “Sí, yo estudio, yo leo mis cosas y busco…” “No, pero eso no es suficiente. ¿Qué pasó? ¿No sabes qué estudiar?” “No, no, yo me había decidido por estudiar sociología, pero…” “Ay, pero eso no deja chavos.” Y entonces era cuando la conversación se me hacía exquisita. “Es que esa no es exactamente mi ambición. A mí me gusta aprender, porque si se tratara solo de hacer chavos, chavos estoy haciendo ahora mismo.” Entonces, caía el argumento de que debía de aprovechar mi tiempo, pues solo la universidad te ofrece un trabajo real y profesional, que sin un diploma no se llega lejos y que sería triste que una jovencita tan bonita como yo terminara trabajando como cajera hasta el último de sus días. “Entiendo su preocupación, pero si creemos que la educación solo funciona para brindarnos la posibilidad de un trabajo profesional, porque la realidad es que no es siquiera seguro, y por ende un sustento económico estable o, a mayor ambición, de continuo crecimiento, no podemos quejarnos entonces de que esta generación de muchachitos este jodía.” Sí, y me gustaba mostrarles que aunque no estudiaba en la universidad era capaz de expresarles mi punto en una oración bien compuesta. Usualmente, las personas ignoraban lo que les acababa de plantear y se volvían redundantes, pero realmente podía entenderlos, ellos solo esperaban su almuerzo.
Tales conversaciones me llevaron a concluir que el sentir general de la población con la que compartí mis argumentos sobre la educación se puede resumir en que el que no estudia no tiene un futuro estable, y estudiar significa para ellos y ellas el acto específico de asistir a la universidad. En otras palabras, la universidad es el único camino correcto al éxito. Tal aseveración tan extremista y limitada tiene el efecto de proporcionar un fuerte sentimiento de inutilidad a quienes deciden desertar la universidad. Si no fuera porque he desarrollado un nivel saludable de terquedad esta afirmación hubiese acabado con mi estabilidad emocional. Quien no haya tolerado el proceso universitario no está capacitado para superarse en la vida. Esa es la raíz de la idea, ese es el pensamiento que se siembra en el espíritu de los desertores. Pero, ¿qué lógica guarda esa idea? ¿Cuánto de la vida se discute y experimenta realmente en las universidades? ¿Cuántas capacidades e intereses de una persona se desarrollan en las universidades cuando éstas lo que promueven es la especialización de una sola materia? Quien haya encajado en el proceso universitario y le haya sacado provecho, tal vez haya podido desarrollarse en otra especialización, si el tiempo le ha dado. Pero siguen siendo especializaciones, materias que se centran en un tipo específico de información, materias que se centran en el desenvolvimiento de capacidades específicas. Quien se gradúa de la universidad y recibe un diploma es conocedor, y tal vez experto, de un solo componente entre tantos que, juntos, constituyen la vida. El resto de sus habilidades sociales, motoras y espirituales no las aprendió en un salón de clases. Estas habilidades se desarrollan en los diferentes entornos en los que se encuentra el individuo con sus características y experiencias particulares a través de la vida, y las cuales pone en práctica por instinto. De esa práctica continua e inevitable el ser humano aprende. Una persona es totalmente capaz de educarse sola y encontrar los medios para alcanzar el éxito. Claro que si una persona deposita toda su fe en la universidad y se desprende a sí mismo(a) de toda su capacidad, jamás estará abierto(a) a la posibilidad de alcanzar el éxito por medios propios. Entonces, el desertor o la desertora, negando sus capacidades instintivas de aprender y desarrollarse, cae en un ciclo enfermizo donde se cree inútil, incapacitado, inservible cuando no responde positivamente al proceso universitario. Al final, quien no cree en sí mismo(a) no es capaz de superarse, no importa de cuantas universidades se haya graduado. Aún así, no quiero que mi argumento se tome como una oposición inflexible hacia las escuelas y las universidades. Las escuelas y universidades son una herramienta muy valiosa para los procesos de aprendizaje, pero no deben imponerse como el único medio de formación validado para la integración productiva de los individuos en la sociedad.
Se me hizo relevante, entonces, la necesidad de reforzar la idea de lo que debe ser una educación real, partiendo de la necesaria comprensión de la naturaleza del ser humano. En el camino me interesé por buscar ideas relacionadas a la educación desarrolladas por personas con algún tipo de experiencia en el asunto, y, agraciadamente, me topé con la concepción bancaria de Paulo Freire. Desde la primera palabra que compuso una de las mejores introducciones sobre la educación que pude haber leído en ese momento, acaparó toda mi atención. Paulo Freire comienza su conferencia sobre la concepción bancaria de la educación así:
"No es posible encarar la educación a no ser como un quehacer humano. Quehacer, por lo tanto, que se da en el tiempo y en el espacio, entre los hombres, unos con los otros."
Poco más adelante añade:
"Qué es el hombre, cuál sea su posición en el mundo, son preguntas que tenemos que hacer en el mismo momento en que nos inquietemos a propósito de la educación."
La lectura de Freire abarca la educación desde un enfoque humanista basado en la naturaleza del ser humano como "un ser inconcluso consciente de su inconclusión". Presenta al ser humano como un "ser de la búsqueda permanente" con propósito de ser más. Fue entonces, gracias al inmenso poder de la palabra escrita, que en un diálogo muy íntimo con las palabras de Paulo Freire aclaré mi argumento inicial sobre la educación.
Desde el primer instante en el que el ser humano se generó como especie en la Tierra buscó sobrevivir, así como cualquier otra especie, pues la naturaleza de la vida es perpetuarse, ser más. Para sobrevivir el ser humano tiene unas necesidades básicas y unas necesidades particulares que satisfacer. A mí me gusta pensar en las necesidades básicas como las puramente fisiológicas, tales como comer, defecar, dormir y reproducirse. En cambio, comprendo las necesidades particulares como aquellas que responden a la singularidad sicológica, social y espiritual del individuo. Cada persona carga un contenido específico y particular que define sus gustos y deseos. Dentro de estas particularidades se encuentra el entorno donde se desenvuelve el individuo, no como un agente meramente pasivo, ajeno a los cambios que ocurren a su alrededor, sino como un agente activo e insertado en los procesos de transformación de la vida. Ambas necesidades tienen que satisfacerse de manera efectiva para lograr la sobrevivencia, pero para poder satisfacerlas hace falta, primero, reconocerlas. "Qué es el hombre, cuál sea su posición en el mundo..." Responder a estas preguntas dispara el largo proceso de reconocimiento. Reconocer para analizar, analizar para experimentar, experimentar para aprender. El aprendizaje fluye naturalmente. Aprender para descubrir, descubrir para crear, crear para evolucionar, evolucionar para perpetuarse, ser más. Queda claro, al menos para mí, que para la evolución de nuestra especie la educación de las sociedades debe enfocarse, primordialmente, en el descubrimiento del ser humano dentro del tiempo y espacio que lo compone. La educación debe entenderse como una acción innata del ser humano para descubrir y crear vida. Una acción que se extiende a través de unos procesos que no encuentran un punto final, más bien desatan todo un mundo de posibilidades, y es precisamente esa característica la que abrirá paso a la evolución, la exploración continua de todas sus posibilidades.
Claro, que el ser humano en su afán por civilizarse o, lo que resultaría más elocuente a nuestra historia, dominarse delega unas funciones específicas a la educación. A través de ella se pretende lograr la inclusión de cada individuo a la sociedad, desarrollando sus valores, capacidades para el trabajo e intereses y necesidades personales. A simple vista parece un modelo provechoso, y de hecho lo es, pero en nuestra sociedad este modelo confronta ciertas adversidades. Rafael Irizarry, de quien conozco muy poco con la excepción de una lectura que mi hermana me entregó en un intercambio informal de conocimiento, titulada La educación como modelo y agente de desarrollo social, nos presenta un detalle muy importante que no se debe obviar:
"El concepto de planificación educativa que emerge en la década de los cincuenta está enmarcada dentro de los procesos históricos de descolonización y los primeros esfuerzos por promover el desarrollo económico de los países del Tercer Mundo."
La década de los cincuenta es famosa por su desempeño en lograr la industrialización en una gran cantidad de sociedades alrededor del mundo. El estilo de vida del campesino fue desplazado por el trabajo en fábricas donde se agilizaba la producción con la integración de nueva tecnología. Las sociedades debían de prepararse para el cambio que la industrialización sugería, y este cambio giraría únicamente en la producción de dinero. Entonces, los gobiernos, reconociendo el poder de la educación, la utilizarían para generar una mano de obra capaz de satisfacer las ambiciones económicas de sus respectivos países. Irizarry analiza el concepto de desarrollo social de este periodo:
"Se refiere a cambiar las costumbres, las creencias y los patrones tradicionales de conducta social que impidan la integración efectiva al mercado de trabajo; a los estilos occidentalistas de consumo; a la subordinación al estado nacional. "
Más adelante señala:
"Esta transformación o desarrollo social requiere a la vez la dotación de las destrezas cognoscitivas y/o manipulativas para poder adaptarse y ejercer en forma diestra las destrezas requeridas en los empleos."
Es la escuela quien se encargará de ese trabajo transformativo. Para ello debe de ajustar todo su currículo a desarrollar las destrezas necesarias para el incremento económico de los países. Lo que implica que para que las personas reaccionen positivamente al desarrollo económico desproporcionado la escuela debe también inculcar nuevos valores y patrones de comportamiento que aliente a esta actividad. Adversidad suficientemente adversa, ¿no les parece? Cuando la educación de un país está dirigida a desarrollar recursos humanos para la producción específica de dinero pierde toda intención de crear una sociedad amena y evolutiva. Puesto que una cultura que se basa en producir bienes materiales a escalas desproporcionadas promueve, más que cualquier otra característica, la competencia y el individualismo. Al final, ¿no es de esto que nos quejamos tanto?
Tomando en cuenta los argumentos de mis conversadores anteriormente presentados, las escuelas han hecho muy bien su trabajo. Uno se prepara en la escuela y en la universidad para ganar dinero. No existe otra ambición en dichos argumentos. No se pretende ir a la universidad para comprender mejor el entorno que nos rodea, nuestra situación de tiempo y espacio, ni para ampliar las capacidades creativas, intuitivas y analíticas del ser humano. No se pretende desarrollar conceptos que se nos han repetido generación tras generación y los cuales, aun cuando han debido de caducar por su evidente tendencia a paralizar las evoluciones de las sociedades, siguen vigentes prolongando una sociedad en constante querella. No se pretende educar un país para crecer, descubrir y crear. Se pretende educar un país para que asimile el dinero como única fuente de felicidad y prosperidad, un país que no cuestione, sino que trabaje. La educación se ha transformado en un proceso dictatorial que se paraliza al concluir en la repetición, pues ha perdido su fluidez natural. El aprendizaje que se impone de forma estandarizada crea un estancamiento en el proceso de evolución. Puesto que al imponer una forma específica de reconocer, analizar y experimentar, el individuo no es libre de reconocer, analizar y experimentar a su ritmo y gusto. El proceso interrumpido de aprendizaje no lo llevaría a descubrir por sus propios medios, sino a repetir por medios ajenos. Medios estandarizados que al no responder directamente a las necesidades del individuo, no se innovan. Si no se descubre, no se crea algo nuevo, y si no se crea algo nuevo no se evoluciona. Las instituciones educativas de nuestro país tienen la capacidad de frustrar y desalentar la curiosidad del ser humano, y por ende toda seguridad en él mismo para reconocerse capaz de crear.
¿Por qué me reafirmo en esto? Porque fui a la escuela con ambiciones de satisfacer todas mis curiosidades y en el proceso la escuela misma me quebrantó todo el ánimo y el deseo de saber. No fue hasta que decidí ignorarla completamente por consecuencias de una depresión cuando descubrí lo sorprendente que es el proceso de aprendizaje. Porque solo hace falta fijarse en la gente, conversar, y reconocer que existe una gran confusión con la vida, que la gente está lejos de satisfacerse y cargan mucha culpa. Y, ¿qué tiene que ver la escuela?
Pues, una vez me distancié del régimen educativo de nuestro sistema y me despojé de todas las presiones que trae consigo, experimenté un sentido de libertad y poder que me ayudaron a comprender por fin gran parte de lo que me molestaba de su proceso y me mantenía distante del mundo: las respuestas correctas y la indiferencia hacia los procesos personales. Primeramente, NO HAY RESPUESTAS CORRECTAS. Hay interpretaciones y hay procesos. En dichos procesos se deben validar TODAS LAS RESPUESTAS. No se debe de castigar o minimizar una respuesta que no satisfaga todos los factores de lo que se está cuestionando, porque en el momento que se le castiga o minimiza se agrede la libertad de pensamiento y se cortan las posibilidades. Entonces, se interrumpe el proceso personal de aprendizaje. Lo que yo pienso está incorrecto, no sirve. ¿Para qué seguir pensando si yo sé nada y ellos lo saben todo? Las respuestas correctas dadas reducen alarmantemente el acto de aprender. Segundo, los currículos escolares tienen la tendencia a estructurarse sin tomar en cuenta las necesidades e intereses de sus estudiantes. La maestra o el maestro entra al salón de clases y se confronta a una masa de individuos particulares con un esquema predeterminado de lo que alguien, totalmente ajeno a ellos, entendió era necesario para su desenvolvimiento. Rara vez la maestra o el maestro se toma la tarea de interesarse por las necesidades particulares de sus estudiantes y estructurar la clase a partir de esa información. Los currículos escolares, en su gran mayoría, ignoran a su estudiantado, no toman en cuenta sus particularidades restándole importancia. El o la estudiante aprenderá, consecuentemente, a ignorarse a sí mismo(a), puesto que asimila no tener la capacidad de reconocer lo que necesita o le interesa, lo que es verdaderamente importante para su desenvolvimiento como ser humano. Las respuestas correctas dadas y la indiferencia de la escuela ante sus estudiantes influyen profundamente en la percepción que el individuo asume de la vida, de su propósito y sus capacidades. Entonces, la educación deja de funcionar como una capacidad innata de creación y se transforma, irónicamente, en su propio antagonista, el estancamiento.
Paulo Freire habla del ser humano como “un ser de la búsqueda permanente” y esa búsqueda solo es posible si el ser humano se reconoce como “un ser en el mundo y con el mundo”. Si reconoce que es capaz de admirar y analizar el mundo, entonces es capaz de transformarlo, porque es parte de y uno funciona implicando al otro. Y si se habla de transformar, se habla de un proceso infinito, de constante creación. Entonces… ¿Cómo hemos sido capaces de limitar nuestra vocación a un sistema que le pone fin a la historia, a un sistema de respuestas dadas, de respuestas correctas o incorrectas, de genios y fracasados, de tan pocas posibilidades? ¿Cómo un hombre se atreve a argumentarme que pierdo mi tiempo si no asisto a la universidad, cuando muy probablemente lo único que él ha logrado es contestar correctamente las preguntas para recibir un diploma que le asegura, únicamente, que ha perdido la capacidad de generar ideas propias? ¿Cómo es posible que haya gente que piense que pierdo mi tiempo? ¿Cómo pretendemos que nuestra sociedad evolucione si el acto de querer saber y crear libremente es atacado constantemente por todos, incluso por uno mismo hacia sí mismo?
Si reconocemos que en todo ser humano la educación es un proceso natural de aprender para crear, y reconocemos, también, que cada ser humano es único en su naturaleza, podemos asumir que todos los individuos que componen una sociedad son capaces de generar ideas y crear posibilidades. Cada cual a su paso, según sus necesidades e intereses, podrá aportar una perspectiva singular. Podrá identificarse con otras perspectivas que a su vez se han ido generando mediante la interacción de todos los procesos que lo rodean y aun de aquellos que no se encuentran tan cerca. Pero para ello hace falta encarar la realidad de nuestro sistema educativo. Hace falta que cada persona se responsabilice de sus procesos y tome las riendas de su desarrollo. Si la educación de nuestro país se enfocara en ampliar todas nuestras capacidades y entendimientos podríamos fiarnos de ella, pero esa aseveración dista mucho de ser cierta. Entonces, si reconocemos que aspiramos a una educación humanista, con fines de maximizar nuestra existencia como especie, nos restan, al menos, dos opciones: encararla para transformarla a nivel sistemático o ignorarla y crear vías alternas. Para ambas situaciones hace falta, primeramente, que cada uno de nosotros rescate su proceso personal de aprendizaje. Hace falta que encaremos nuestros problemas con toda la capacidad que nos caracteriza como especie y trabajemos en la creación de nuevas alternativas. Para ello hace falta estimular el análisis y el diálogo constructivo entre las personas. Hace falta redefinir conceptos que dictan nuestros comportamientos y que no han sido definidos por nosotros según nuestra experiencia e intereses. Hace falta crear nuevos espacios para que el aprendizaje fluya libremente y se valide. Sobre toda las cosas que se valide.
Me intereso en el tema de la educación porque la vida no es cosa fácil de entender. Porque he vivido en carne propia la confusión que genera crecer en una sociedad donde se espera siempre lo mismo de todos y todas por igual. En una sociedad donde los sueños de las personas son oficios de escritores y no una posibilidad real y contundente. En una sociedad donde es lógico pensar que la vida es naturalmente cruel, injusta y despiadada. Donde quien sobrevive es quien se ha aprovechado de ella, de los demás. Precisamente por eso me intereso en el tema de la educación, porque creo fielmente que a través de una educación real encaminada a la humanización, a comprender el mundo y al ser humano en y con el mundo, las respuestas serán infinitas, los procesos mucho más placenteros y la vida algo grandioso a lo que no se le querrá cerrar los ojos nunca.
Por eso tomo esta iniciativa, para ofrecerles mi punto de vista, mi opinión. Para que inspire o para que moleste. Para que se tome en cuenta y se discuta. Para abrir un espacio al diálogo, a la contemplación de ideas. Para que aquel que desertó o siente que es preciso hacerlo no se sienta inútil. Para que aquel que encontró en la universidad la inspiración y la guía para su formación lo aproveche al máximo y se disponga a seguir satisfaciendo su curiosidad. Para validar los procesos, la diversidad. Para encarar nuestra responsabilidad como seres humanos en y con el mundo. Para la evolución de nuestra especie. Para, todos juntos, transformar la vida como nos toca hacerlo.
REFERENCIAS
FOUCAULT, MICHEL: “QUINTA CONFERENCIA (La inclusión forzada: el secuestro institucional del cuerpo y del tiempo personal)”, La verdad y las formas jurídicas. Barcelona, 2003.
FREIRE, PAULO: “La concepción bancaria de la educación y la deshumanización”.
IRIZARRY, RAFAEL I.: “La escuela como modelo y agente de desarrollo social”.
TEDESCO, JUAN CARLOS: “Funciones sociales en la educación”, Los retos de la educación en el siglo XXI. Madrid, 1995.