Puerto Rico: 100 Años de Libre Comercio

03.04.2013 11:29

Nelson Rochet Santoro

Abogado, economista y doctor en historia (el hijo de Doña Rafaela). Artículo publicado originalmente en la revista Colombiana Deslinde. El Dr. Rochet Santoro es el Coordinador de la Comisión de Economía de Boricuas por un Nuevo País.


Nuestras relaciones coloniales con Estados Unidos se remontan a 1898, si bien ya existían algunos intercambios comerciales con ellos desde 1750, cuando Estados Unidos todavía era parte de las trece colonias británicas. Desde ciudades norteamericanas occidentales, como Boston, Filadelfia, Nueva York, Charleston y Sabana, salían muchas embarcaciones con miras a visitar Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico. Venían para vender mercaderías de las industrias manufactureras de esas colonias inglesas y con la idea de abastecerse de materias primas, tales como mieles de caña. Dichas mieles las aprovechaban los norteamericanos en las ciudades de la Costa Atlántica para alimentar su industria licorera. Tantas ganancias, ingresos y riqueza les reportó ese tráfico de mieles y azúcares de caña, que la codicia norteamericana por apropiarse de las colonias españolas en el Caribe aumentó a niveles que después produjeron lo que se llamó la Guerra Cubano-Hispanoamericana. De hecho, ya desde 1868 el presidente estadounidense Andrew Johnson, en su cuarto mensaje anual al Congreso, había expresado el 4 de diciembre que la política exterior de su país tenía que considerar conquistar las distintas islas caribeñas. Así que podemos ver que desde 1868 los estadounidenses expresan la voluntad y el deseo de apoderarse de Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico.
Más adelante, en agosto 6 de 1881, el secretario de Estado del  entonces  presidente James  Garfield, posteriormente asesinado, dijo que sólo había tres lugares de interés que Estados Unidos debía capturar o tomar: Hawai en el Pacífico, y Cuba y Puerto Rico en el Atlántico. Esa afirmación la repitió 10 años después, ahora como secretario de Estado del presidente republicano William Harrison, ocasión en la cual reiteró aquella pretensión expansionista, imperialista. Debe señalarse que según Frank Hishcoke, para 1898 un funcionario de estadísticas comerciales del Departamento de Comercio norteamericano, informaba que el 28% de todas las importaciones de Puerto Rico provenían de Estados Unidos. Así que podemos entender el interés comercial norteamericano por apropiarse de las islas españolas del Caribe y no es de extrañar, por tanto, que estallara la Guerra Hispanoamericana. Si nos atenemos a la correspondencia del subsecretario de Marina de Teodoro Roosevelt y del presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense, el confeso imperialista Henry Cabot Lodge, había surgido la política de que las fuerzas armadas, específicamente la Marina, no se olvidaran de capturar Puerto Rico.
Habiendo documentado el interés norteamericano de dominar o quedarse con la isla de Puerto Rico como mercado para sus exportaciones, debemos mencionar que Estados Unidos invadió Puerto Rico el 25 de julio de 1898. Ya para el 10 de diciembre de ese mismo año los plenipotenciarios norteamericanos en las conversaciones de paz de París le exigieron al régimen imperialista-colonial español ceder Puerto Rico como botín de guerra, compensando así las pérdidas que EEUU tuvo en ese conflicto armado. Así las cosas, no fue sino hasta el 25 de julio de 1901 cuando el gobierno norteamericano, específicamente el presidente William McKinley,  proclamó unas supuestas  relaciones de libre comercio sobre la posesión  colonial puertorriqueña. En ese entonces la legislatura colonial, nuestra Cámara de Delegados, había instituido un sistema de tributación sobre la propiedad inmueble según el cual era procedente que todas las operaciones del gobierno colonial en las ciudades puertorriqueñas se financiaran o no con un impuesto discriminatorio del 15% de los aranceles vigentes en 1901. Entonces, desde ese año y hasta el día de hoy, han permanecido las relaciones de dependencia con Washington.
El Congreso norteamericano tenía sumo interés en que el mercado interno de Puerto Rico fuese accesible para beneficio de los grandes productores agropecuarios e industriales estadounidenses. La idea era convertir a Puerto Rico en un mercado que optimizara la venta de toda clase de productos norteamericanos. Cuando el mercado interno puertorriqueño comenzó a ser penetrado, inundado y saturado por toda clase de manufacturas industriales y productos agrícolas procesados y no procesados, ocurrió lo inevitable: empezó la destrucción y el desplazamiento de miles de pequeñas empresas agropecuarias e industriales autóctonas.
Si recurrimos a Lidio Cruz Congloba, el historiador puertorriqueño más famoso del siglo XIX, podemos informarnos que para 1880 ya había en Puerto Rico cierto desarrollo manufacturero (telas, vestuario, bastones, sombreros, calzado, vinos de piña y toronja). Existían industrias incipientes que industrializaban materias primas agrícolas. ¿Pero qué ocurrió? Que cuando esos pequeños, medianos y grandes industriales de cien años atrás necesitaban un mercado donde colocar su producción a precios razonables para compensar sus costos de producción y generar alguna ganancia, toda esa avalancha de productos agrícolas e industriales norteamericanos les arrebató el mercado nacional, desplazándolos e inevitablemente arruinándolos. El mercado que necesitaban para vender su producción estaba literalmente abarrotado, inundado y saturado por toda clase de géneros agrícolas procesados y no procesados y bienes industrializados estadounidenses.
Estudiando las estadísticas, los censos agrícolas e industriales del propio gobierno norteamericano, podemos ver que entre la década de 1900 y hasta la de 1940 desaparecieron miles de pequeños industriales, miles de pequeños y medianos empresarios agrícolas. Se produjo entonces el fenómeno de una emigración masiva de las áreas rurales, de los municipios que dependían de la actividad agrícola, sufriendo graves quebrantos económicos, desplazando y arruinando a miles de agricultores y empresarios agrícolas. Esa situación triste, grave, lamentable, de nuestros productores del agro, quedó recogida en la canción del músico puertorriqueño don Rafael Hernández, Lamento Borincano. En esos versos musicales puede observarse el grado de impotencia, destrucción y desplazamiento al que habían llegado nuestros pequeños y medianos agricultores cuando concurrían a los mercados urbanos de San Juan Ponce y Mallahue a vender sus cosechas y encontrar que esas cosechas no tenían salida porque el mercado interno puertorriqueño estaba fuertemente penetrado por los productos del libre comercio con Estados Unidos; es decir, una avalancha de huevos, carne de cerdo y de res, cereales, arroz norteamericanos.
Existía una burguesía industrial y una pequeña burguesía, que en las principales ciudades –San Juan, Ponce y Mallahue– producían una serie de manufacturas livianas como telas, ropa, bastones, calzado y productos farmacéuticos simples, como alcohol y jabones. Todas esas manufacturas desaparecieron frente a esa avalancha de productos importados gracias a las relaciones de libre comercio con Estados Unidos, que era y sigue siendo una superpotencia industrial, en comparación y en contraste con Puerto Rico, que tenía muy poco desarrollo productivo, un aparato productivo subdesarrollado por cuatro siglos de coloniaje de España y luego un siglo de coloniaje norteamericano.
Hasta 1960, los primeros 60 años del siglo XX, el colonialismo o imperialismo norteamericano especializó a la economía colonial puertorriqueña convirtiéndola en una economía diabética, una economía que producía azúcar en exceso a las necesidades internas de consumo. Para los años 1930 estábamos produciendo cerca de 1.360.000 toneladas de azúcar. El problema era que al especializarnos en producir azúcar nos condenaban al subdesarrollo, puesto que la especialización laboral o técnica en esas ramas de la producción agrícola no estimula, no genera, estímulos tecnológicos, no genera formación ni acumulación de capital aprovechable para impulsar las distintas ramas de la actividad económica. Además porque el 60 % de toda la actividad azucarera se hallaba en manos de cuatro grandes consorcios azucareros.
Las siguientes cifras son aún más elocuentes para ilustrar el grado de explotación al que quedó sometido el pueblo puertorriqueño: en 1940, año de auge de la actividad azucarera, cuatro corporaciones norteamericanas explotadoras de azúcar generaron US$ 82 millones, mientras el dinero en caja del gobierno colonial puertorriqueño no excedía US$ 18 millones. ¡Claro que estas utilidades se obtuvieron con sueldos de hambre, jornales de miseria y repatriándolas todas hacia EEUU! Esta situación demostraba el grado de intensa explotación a que estaba sometida la población laboral de Puerto Rico.
Con posterioridad a 1960, el  gobierno  colonial decidió emprender una estrategia de industrialización “prestada”, llamada maquila, que consistía en incentivar a subsidiarias de empresas o corporaciones manufactureras norteamericanas a iniciar operaciones en Puerto Rico, explotando la mano de obra muy barata, a la vez que importaban todos los insumos de producción. De esta manera la mano de obra boricua los procesaba, les añadía valor y luego se reexportaban al mercado norteamericano. Esas actividades industriales terminaron siendo pequeños enclaves. No generaban estímulos para activar o fortalecer los demás sectores de la economía colonial puertorriqueña. No generaban suficientes empleos para absorber la creciente fuerza laboral que se creaba a causa de los aumentos de población que veníamos teniendo desde 1898 hasta el día de hoy. Así, de 1898 a 1960 se produjo la lenta desaparición de distintos sectores agrícolas, entre ellos el azúcar y el tabaco.
Entre 1934 y 1944, Estados Unidos intentó negociar uno de los tratados de libre comercio con más de 42 países: los famosos tratados de reciprocidad sobre las exportaciones de otros países, cuyos productos terminaron desplazando los renglones puertorriqueños que acabo de mencionar. Por otra parte, se presentó una lenta desaparición de empleos en nuestra agricultura, los cuales no fueron absorbidos plenamente por ese nuevo sector seudoindustrial que no conllevaba ni ciencia, ni tecnología, ni insumos nacionales. Sólo un volumen muy pequeño de las ganancias de las maquilas se retenía en el país, junto con una masa de sueldos, salarios y jornales que –para colmo de males–se gastaba en consumir importaciones agrícolas e industriales norteamericanas.
Así que esa seudoindustrialización frustró, impidió y obstaculizó hasta el día de hoy el desarrollo de empresarios industriales boricuas en cantidad y número suficiente como para no tener que depender de transferencias monetarias y otras clases de subsidios económicos por parte del gobierno norteamericano. Podemos concluir que la gran dependencia que tiene el presupuesto de Puerto Rico, una dependencia de cerca del 28% en ingresos o transferencias del gobierno norteamericano, no sería necesaria si no se hubiese dado la destrucción del sector industrial, manufacturero, metalúrgico, siderúrgico, textil, químico, eléctrico, electrónico y artesanal aquí  en Puerto Rico. Si no hemos podido desarrollar esa base industrial  con empresarios propios, insumos propios y manufacturas nacionales hechas en Puerto Rico, ha sido por las relaciones de libre comercio con Estados Unidos, las cuales han determinado una penetración cada vez mayor de productos importados norteamericanos, lo que ciertamente ha frenado el desarrollo industrial y económico independiente de los puertorriqueños hasta el día de hoy.
Se estima que las empresas multinacionales estadounidenses obtienen en el mercado puertorriqueño cerca de US $23.500 millones anuales en este momento. La flota mercante norteamericana está beneficiada imperialmente con una legislación federal especializada, llamada leyes de cabotaje de Estados Unidos. Se trata de normas que obligan al pueblo puertorriqueño a contratar buques mercantes estadounidenses para todas las importaciones de bienes desde Estados Unidos hacia Puerto Rico y para las exportaciones hacia el mercado estadounidense de la producción generada en Puerto Rico. Esta situación lleva a pensar que realmente no es tan libre el comercio con Estados Unidos. Además, nos obliga a utilizar las compañías
 marítimas más caras del mundo, generando una desventaja competitiva frente a muchísimos países del mundo, los cuales son libres de contratar con cerca de 35 empresas navieras de buques mercantes que cobran fletes más baratos.
Incluso se dio el caso que las compañías navieras estadounidenses conspiraron con exportadores de su país para rebajarles secretamente los fletes, de manera que los productores norteamericanos pudieran sin cortapisas sus mercancías en el mercado interno de Puerto Rico a precios menores a los cobrados por las empresas agrícolas e industriales puertorriqueñas. En un informe de noviembre de 1935, el propio gobierno estadounidense corroboró oficialmente la existencia de ese tipo de chanchullo.
De esta manera, podemos comprobar que el actual estado de dependencia de nuestro pueblo y nuestra tierra respecto al gobierno y las multinacionales estadounidenses, son el producto de una larga y dolorosa historia de sujeción que algún día habremos de superar.