LA TOXICOMANÍA COLONIAL
LA TOXICOMANÍA COLONIAL
Por: Ramón Nenadich Deglan's *
El colonialismo es una enfermedad adictiva. Cuando un pueblo vive bajo un régimen colonial su mente y su cuerpo se intoxican de la misma manera en que la mente y el cuerpo de un alcohólico, de un adicto a las drogas, de un adicto al tabaco o de un esnifeador de thiner o de pega se tornan dependientes de esas sustancias. Es exactamente lo mismo, pero con una gran diferencia: la mayor parte de los adictos a esos fármacos o ingredientes saben que están intoxicados, sin embargo, los que están enfermos de la condición de dependencia ocasionada por el coloniaje, lo desconocen. También ocurre que algunos de los que padecen las otras enfermedades toxicómanas, se niegan a aceptar el hecho de su condición. Estos son los que se encuentran en la etapa de la negación. De igual manera, la inmensa mayoría de quienes sufren de la toxicomanía colonial se niegan a aceptar la realidad de su enfermedad. El problema llega a tales niveles que ni siquiera muchos de quienes poseen un alto grado de consciencia política sobre esta situación, saben hasta qué punto ellos mismos se encuentran afectados por esa devastadora adicción al colonialismo.
Muchos teóricos del colonialismo han apuntado en esta dirección, entre ellos Frantz Fanón, Albert Memmi, Aimeé Cesaire, Renate Zahar, C. Guzmán-Bökler, Jean Casimir y otros. A estos efectos en su Retrato del colonizado señala Memmi lo siguiente:
Al colonizador le importa muy poco lo que sea realmente el colonizado. Lejos de buscar la realidad del colonizado, lo que le interesa es someterle a esa indispensable transformación. El mecanismo de remodelación del colonizado es muy ilustrativo. En primer lugar consiste en una serie de negaciones. El colonizado no es esto ni es lo otro. Nunca se le considera de una manera positiva, y si se hace, es atribuyéndole cualidades que comportan alguna carencia psicológica o ética. (Memmi, 1971: 143-144.).
Como puede verse, según Memmi, el colonizado desde el punto de vista del colonizador, padece de algún tipo de enfermedad mental. Es decir, el colonizado carece de la capacidad “normal” para valerse por sí mismo. En otras palabras, es debido a esta incapacidad “natural” que se hace necesario e indispensable que “alguien” proteja a esos seres inferiores; mal dotados por la naturaleza que no les dio las mismas cualidades que Dios le dio a los blancos europeos y sus descendientes angloamericanos. Así se justifica la dominación colonial y, de paso, la inmisericorde explotación económica a la que es sometido por las estructuras monopólicas metropolitanas. A lo que añade Memmi: “Y negada por el colonizador, la humanidad del colonizado se vuelve efectivamente opaca.” Es decir, para Memmi, el colonialismo, como sistema de opresión económica, política, social y cultural, deshumaniza al colonizado. La personalidad del colonizado es disminuida y lacerada por el colono, quien se encarga de enfatizar las cualidades inferiores del colonizado, y para ello no pierde oportunidad de enfatizar la inferioridad del segundo ante el primero. “Otro sistema de la despersonalización del colonizado – dice Memmi- es lo que se podría denominar el rasgo del plural. Nunca se caracteriza al colonizado de una forma diferencial: únicamente merece vivir sumergido en un anonimato colectivo («Son esto... Son todos iguales»).”
De acuerdo con Memmi, el colonizador se niega constantemente a enfrentarse a la cotidianidad
del colonizado. Para el colonizador el colonizado, en realidad “no existe como individuo”. De acuerdo con Memmi, el “colonizador niega al colonizado el derecho más precioso, reconocido a la mayoría de los hombres: la libertad”. Agrega el autor que bajo el sistema colonial imperante, creado a propósito por el invasor colonialista, éste ni siquiera toma en consideración la posibilidad de reconocer el derecho del colonizado a esa condición humana tan indispensable. “Las condiciones de vida creadas por el colonizador para el colonizado -según Memmi- ni la suponen ni la tienen en cuenta.” A estos efectos añade el citado autor:
El colonizado no tiene salida alguna para escapar a su estado de infelicidad: ni una salida jurídica (la nacionalización) ni una salida mística (la conversión religiosa). El colonizado no es libre de elegirse como colonizado o colonizador.
¿Qué puede quedar al final de ese esfuerzo tenaz de desnaturalización? Ni mucho menos un alter ego del colonizador. Apenas un ser humano. Casi un objeto. En último término, tendría que, de acuerdo con la suprema ambición del colonizador, no existir sino en función de las necesidades del colonizador; es decir, debería haberse transformado en un colonizado puro.
Es notoria la extraordinaria eficacia de esta operación. ¿Qué deber serio puede existir hacia ese animal o esa cosa que cada vez más es el colonizado? (Memmi, 1971: 146.) (Itálicas del original.).
La descripción que hace Memmi del colonizado no deja lugar a dudas de que éste se encuentra encadenado a una eterna subordinación humana colonial. Pero su condición no es en realidad humana, sino infrahumana. Es por ello que el colonizado sólo puede existir como un imitador del colonizador. Su ser, su vida entera, opera alrededor del mundo que le ha sido creado por el colono para permitirle una existencia miserable, en la que sus movimientos no pueden exceder las fronteras creadas por su amo. Como consecuencia de este tipo de controles y de falta de libertades, el colonizado es rebajado a un categoría animalesca o de cosificación, como bien lo señala Memmi. El ser ya convertido en cosa colonizada, animalizada, es totalmente incapaz de reconocerse como ser humano total. Esa capacidad le ha sido cercenada de su mente y de su espíritu. Debido a ello, sólo puede ver a través de los ojos del colono, sentir a través de la piel del colono, respirar a través de las fosas nasales del colono y pensar a través de la mente del colono.
Para Memmi, el colonizado padece de un “delirio de aniquilación” creado por el mismo colonizador, en virtud de las exigencias que éste le hace al primero para que cumpla con las mismas. Dado que el mundo colonial se origina como consecuencia de un acto de terrorismo militar ocasionado como producto de una invasión armada por parte del colonizador, el primero reconoce que ha sido sometido por la fuerza militar del segundo. Es ese sometimiento a la fuerza armada invasora el primer acto de degradación del ser colonizado. De aquí en adelante, las esperanzas del colonizado, de llegar algún día a ser libre, se desvanecen paulatinamente hasta perderse en los resquicios de su psiquis. Fanón explica este procedimiento con suma claridad en “El síndrome norafricano”. (Fanón, 1964: 11.). Para Memmi, es más dañino el impacto que estas imágenes crean en la mente del colonizado. A estos efectos agrega el autor:
Confrontado constantemente con esta imagen de sí mismo, propuesta e impuesta tanto por las instituciones como por el menor contacto humano, ¿cómo podría no reaccionar a ella? Impuesta desde el exterior, como un insulto que se difunde con el viento, no podría serle indiferente. Acabará por reconocerla como un apodo detestado, que no deja de ser un rasgo familiar. La acusación le turba e inquieta tanto más cuanto admira y teme el poder de su acusador. ¿No tiene un poco de razón?, musita. ¿No somos todos un poco culpables? ¿No somos perezosos, teniendo tantos desocupados? ¿No somos miedosos, puesto que nos dejamos oprimir? Este trato mítico y degradante, forjado y difundido por el colonizador, acaba en cierta medida por ser aceptado y vivido por el colonizado. Alcanza así una cierta realidad y contribuye al retrato real del colonizado. (Memmi, 1971: 147-148.) (Itálicas del original.).
Para Memmi, al igual que para muchos otros teóricos del colonialismo, este mecanismo de opresión “no es nuevo”. Es, en cambio, una antigua forma de mixtificación a través de la cual el colono se perpetúa en el poder. Es la forma en que, como clase dominante, intenta legitimar su dominio sobre las clases dominadas. Y la forma de hacerlo es mediante el terror, pues en realidad no existe una manera pacífica en la que el colonizador pueda lograr el sometimiento de un pueblo libre. De esta manera, el colonizado llega a tolerar la opresión a la que ha sido sometida por el colonizador, ya que en una relación colonial, la “dominación se realiza de pueblo a pueblo”. “La caracterización y la función del colonizado -según Memmi- ocupa un lugar privilegiado en la ideología colonizadora.” No obstante, para Memmi, esta caracterización es “infiel a la realidad, incoherente en sí misma” pero “coherente en el interior” de la ideología colonial. Ésta se nutre, indefectiblemente, de la aceptación que el colonizado hace de la misma, ya que “el colonizado da su asentimiento, incierto, parcial, pero innegable” a la presencia avasalladora del colono en su territorio y en su mundo total. Más allá de esto, da su consentimiento al sometimiento de su cuerpo, de su mente y de su espíritu individual y colectivo al dominio del opresor.
De esta forma lo señala Memmi:
Estamos viendo la única parte de verdad que hay en nociones de moda: complejo de dependencia, colonizabilidad, (sic.) etc. Seguramente existe -en algún momento de su evolución- cierta adhesión del colonizado a la colonización. Pero esta adhesión es el resultado de la colonización y no la causa; se produce después y no antes de la colonización. Para que el colonizador sea el señor totalmente no basta con que lo sea objetivamente, sino que tiene que creer en su legitimidad. Y para que esta legitimidad sea completa no basta con que el colonizado sea objetivamente esclavo, sino que es necesario que se acepte como tal. En suma, el colonizador tiene que conseguir el reconocimiento del colonizado. El lazo entre colonizador y colonizado es así destructor y creador. Destruye y recrea a las dos partes de la colonización como colonizador y colonizado: el primero queda desfigurado como opresor, ser parcial, asocial, únicamente preocupado por sus privilegios y su defensa a cualquier precio; el otro lo es como oprimido, coartado en su desarrollo, pactando con aquello que le aplasta. Igual que el colonizador siente la tentación de aceptarse como colonizador, el colonizado se ve obligado para vivir a aceptarse como colonizado. (Memmi, 1971: 148-149.).
Este planteamiento de Memmi es altamente ilustrativo para que los colonizados puedan entender la esencia de su realidad. El colonizado no nace, se hace, y esta hechura ocurre por virtud del acto ejecutado por el colonizador, al invadir la tierra ajena, la del hasta entonces ser libre y desconocedor de lo que significa ser sometido por la fuerza y la violencia al dominio extranjero. De modo, que es mediante el ejercicio de la violencia que el colonizador crea al colonizado. No es debido a que el colonizador quiere “ayudar a civilizar” al salvaje que necesita ser educado en las artes y las ciencias occidentales. No es debido a que el colonizador quiere “salvar” las almas de los “infieles” que desconocen la grandeza de la religión cristiana y las bienandanzas que ésta les proveerá a quienes no creen en la Santa Iglesia. No es debido a que el colonizador quiere “sacar” de la pobreza al colonizado, al traer los adelantos e inventos científicos de la gran civilización occidental. Es todo lo contrario. Es que el colonizador necesita someter al colonizado a su máquina de explotación económica para saquear las riquezas de las colonias adquiridas mediante la fuerza y la violencia. Es que el colonizador necesita
despojar al colonizado de sus tierras, de sus recursos, de sus libertades para convertirlo en esclavo o siervo de los intereses de la metrópoli colonizadora. Es que el proyecto “civilizatorio” del colonizador se da a costa de la destrucción de las tradiciones, los valores cívicos, éticos y religiosos del colonizado; por lo que éstos tienen que ser sustituidos por los del colonizador con el único fin de destruir la unidad étnica, social, política y cultural del colonizado. Sólo así, es posible quebrar la espina dorsal de la cultura oprimida y suplantarla por los valores de la cultura opresora. (Casimir, 1981.).
Es por estos motivos que el colonizador -como dice Memmi- tiene que crear sus propias estructuras que “legitimen” su presencia dominante sobre el colonizado. Sin estas estructuras, el invasor se siente inseguro, espera siempre la respuesta violenta del colonizado, a quien le cuesta mucho aceptar de buen agrado la presencia del invasor. De modo que, aunque de forma avasallante, el amo se ve en la obligación de hacer que su estancia en la nueva colonia sea “aceptada tranquilamente” por el ser invadido. Es por ello que se hace necesario establecer estructuras legales a través de las cuales los colonizados puedan tener algún tipo de participación en su propio cadalso. Conviene entonces, que el colonizado se integre al proceso de su propia colonización. A este respecto, el colonizador le trazará el camino por el cual el colonizado deberá transitar so pena de sufrir las consecuencias de su rechazo. La aceptación que el colonizado tiene que hacer de su condición, es consecuencia de la obligatoriedad a la que el colonizador lo somete bajo la fuerza y la violencia de una amenaza permanente. Es, en gran medida, producto del despojo que del mundo del colonizado hace el colonizador. Éste último, como producto de su invasión armada y violenta, destruye de un golpe todas las estructuras nacionales previamente existentes y las sustituye por las que él impone desde afuera. (Albizu, 2007.).
Al colonizado no le queda, entonces, más remedio que someterse a esas nuevas estructuras coloniales so pena de ser enajenado de las mismas. (Zahar, 1970). Así las cosas, el colonizado “opta” por hacer suyas las propias formas de dominio establecidas por el colonizador. Aun cuando no deja de saber que vive bajo el control y el dominio de la potencia extranjera, el colonizado asume que ése es el único camino viable para garantizar su sobrevivencia. De esta forma, el colonizado se inventa una nueva realidad, un nuevo mundo de fantasía y glamour, que no corresponde con la cruda realidad de la explotación colonial, pero sin la cual éste es incapaz de conducir su existencia. Poco a poco el colonizado se ve a sí mismo como inferior al colono, interioriza esa inferioridad, la cual termina por convertirse en alabanza de la “grandeza” del colonizador. Esa alabanza es procesada mediante la aceptación de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales del colono.
El invasor colonialista impone, en primer término, su dominio sobre la economía del invadido porque esa es la razón fundamental de su asalto a la tierra que no es de él. Luego, impone un nuevo orden jurídico que le es totalmente favorable y que legaliza la invasión y el despojo. (Raffucci, 1981.) (Luque de Sánchez, 1986.). Posteriormente, le hace ver al colonizado que todo eso que se ha hecho es por el bien de este último. Ello conduce al colonizado a integrarse a esa nueva “legalidad” y a justificar, dentro de su psiquis desquiciada por el acto del sometimiento, su condición colonial como algo natural. Como consecuencia de este proceso, el colonizado se transforma paulatinamente en un ser enajenado de su realidad, de la opresión a la que ha sido sometido y bajo la cual ha aceptado continuar su vida como si nada hubiera pasado. (Zahar, 1970.). De esta forma, termina por asimilarse a la nueva realidad artificialmente creada por el colonizador, hasta hacerla suya. Cuando este proceso culmina, el colonizado aplaude su sometimiento, lo justifica y hasta lo defiende a capa y espada. Finalmente termina por defender al colonizador y le hace ver al mundo que todo marcha a las mil maravillas, que la colonización ya ha terminado y que ahora la realidad es otra; que son socios en igualdad de condiciones las que benefician a ambas partes por igual. (Géigel Polanco, 2010.).
Todo este proceso antes descrito, que puede tomar décadas, tal vez siglos, genera una realidad
colonial tóxica. Esa toxicidad se inicia por la destrucción del mundo original del nuevo ente social colonizado. (Albizu, 2007.). Pero paulatinamente, entra en el ser y eventualmente penetra en el cuerpo, es decir la carne, la mente y el espíritu “nacional” del colonizado. Como consecuencia, este último se enferma física, mental y espiritualmente. (Fanón, 2009.). El nivel de toxicidad es tan elevado que el propio ser colonizado ni siquiera se percata de cuan enfermo se encuentra. Es como el fumador que ya tiene enfisema pulmonar avanzado o el alcohólico que tiene el hígado pasado por la cirrosis, ambos saben que están enfermos pero se resisten a enfrentar la verdadera causa de sus respectivas condiciones. De esa misma manera, el colonizado prefiere continuar con su terrible enfermedad y evadir aquello que se la provoca: el colonizador.
A fin de paliar su impotencia colonial el colonizado se inserta dentro del régimen que le ha sido creado artificialmente y lo hace suyo hasta el agotamiento. Participar en las estructuras coloniales, ya sean éstas políticas, económicas, religiosas o culturales, se convierte en la razón de ser del colonizado, quien a fuerza de haber sido reducido a una cosa, a un animal sin razón propia, se conforma con hacerle ver al colonizador que su camino es llegar algún día a ser como él: fuerte, creativo, señorial, altivo, mandón, etc. El colonizado piensa, en su inmensa ignorancia o embrutecimiento, que trabaja porque el amo le da trabajo, que vive gracias a la benevolencia del amo, que ve gracias a que el amo le ha dado la visión de la que antes de su llegada carecía, que piensa porque el amo le ha enseñado a pensar y que respira porque el amo le proporciona el aire que da la vida. Sin el colonizador, el colonizado está perdido en este mundo tan complicado, que él no conoce y para lo cual necesita que el colonizador se lo interprete.
Así, el colonizado justifica su inserción en ese mundo que le ha sido creado por el colonizador, y trata de ostentar una mayor figuración de lo que realmente es. El colonizado quiere parecerse al amo, aspira a ser un ciudadano fiel a las leyes que el amo le ha impuesto sin su consentimiento; argumenta que éstas son parte de la democracia que se vive y que sin ellas, ¿qué sería de la civilización que éste le ha traído. De esta manera el colonizado se niega a sí mismo, reniega de su verdadera personalidad e idiosincracia para sustituirlas por las del colonizador. Incluso, en este juego caen hasta los más fuertes y avezados anticolonialistas. Éstos son los más peligrosos porque juegan un doble juego que confunde al grueso de la población oprimida por el régimen colonial. Los supuestos luchadores por la libertad, por la independencia, la soberanía, por la eliminación del sistema colonial, que pretenden apoyarse en las propias estructuras coloniales para esos propósitos, terminan por apoyar al régimen colonial aun cuando se dan golpes en el pecho y alegan todo lo contrario.
Por esa vía, no hay salida a la situación colonial. El resultado será un mayor afianzamiento del colonialismo, de la opresión imperialista, de la explotación económica del pueblo sometido al mandato del amo y una mayor destrucción de lo poco que le queda al colonizado de su identidad propia. (Véase el caso de Martinica y Guadalupe.). La asimilación total será la orden del día. Mientras este proceso toma cuerpo, el anticolonialista del patio promueve un mundo ilusorio y llega a creerse que es posible salir de la trampa colonial a través del sistema electoral que ha sido creado por el colono para legitimar su presencia opresiva. Al entrar en el juego electoral colonial, el amo sabe que ya lo tiene preso, sabe que ese pequeño grupo que le ha hecho la vida imposible por su resistencia, ya ha entrado en el redil, sabe que ya están condenados a ser sus colaboradores, aun cuando éstos digan y aleguen todo lo contrario. La participación dentro de las estructuras coloniales sólo conduce al amansamiento de las fuerzas “anticolonialistas”, a la creación de una nueva ilusión de que es posible salir de la cárcel colonial a través del propio aparato de dominación que el colonizador ha montado para legitimar su dominación sobre el colonizado. Aquí se aplica sin lugar a dudas aquel viejo refrán que reza: “De la esperanza vive el cautivo”. En un artículo posterior se tratará el tema del único y verdadero camino para lograr una verdadera descolonización: la desintoxicación del colonialismo.
Bibliografía
Albizu Campos, Pedro. Escritos. Hato Rey, Publicaciones Puertorriqueñas Editores, 2007.
Casimir, Jean. La cultura oprimida. México, Editorial Nueva Imagen, 1981.
Fanón, Frantz. Los condenados de la tierra. México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
Fanón, Frantz. Por la revolución africana. México, Fondo de Cultura Económica, 1965.
Luque de Sánchez, María D. La ocupación norteamericana y la Ley Foraker. Santo Domingo, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1986.
Memmi, Albert. Retrato del colonizado. Madrid, Ediciones de Bolsillo, 1971.
Géigel Polanco, Vicente. La farsa del Estado Libre Asociado. Río Piedras, Editorial Edil, 2010. Raffucci, Carmen I. El gobierno civil y la Ley Foraker. Barcelona, Editorial de la Universidad de
Puerto Rico, 1986.
Zahar, Renate. Colonialismo y enajenación: Contribución a la teoría política de Frantz Fanón.
México, Siglo XXI, 1970.
* El autor es doctor en Estudios Latinoamericanos, graduado con honores del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Cursó sus estudios de posgado de 1973 a 1976 y obtuvo su grado de Doctor en el 1983. Ha sido profesor universitario por más de 35 años durante los cuales se ha dedicado a educar a un número significativo de jóvenes boricuas en materias de historia, política, relaciones laborales, ecología y otras. Es catedrático en el Instituto de Relaciones del Trabajo, Facultad de Ciencias Sociales del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, donde ha trabajado durante 27 años.